Paradójicamente, la manera en que discurren las fiestas navideñas en la sociedad occidental se ha convertido en una metáfora casi perfecta de las circunstancias en que se produjo el acontecimiento que les da origen, el nacimiento de Jesús en Belén.
Entonces, María y José no encontraron lugar en ninguna posada, ni acogida en ninguna casa, viéndose obligada aquélla a dar a luz en un establo, sin más compañía humana que la de su esposo. Sólo unos pocos pastores, la gente más humilde, fueron a visitarlos. Y los magos de Oriente, guiados por la estrella. Mientras los ojos del mundo miraban a sus propios asuntos, a su comodidad, pasaba desapercibido el acontecimiento más importante, para el que tanto había esperado el pueblo judío, en el que cifrababn su felicidad, y cuyos signos eran claros a la luz de las profecías.
Hoy, como entonces, la historia se repite. Y así, entre la vorágine compradora para satisfacer nuestro hedonismo, entre las felicitaciones con pinos, bolas de nieve, renos, calcetines y papánoeles (para no herir susceptibilidades, manida expresión empleada por las empresas al dar pautas a sus marketineros para la confección de sus tarjetas y mails de Navidad para enviar a los clientes), entre el calorcito de los radiadores de los hogares, entre guirnaldas, bolas brillantes y cotillones, se vuelve a olvidar lo importante. Se vuelve a dejar en el establo a Jesús, María y José.
A ver si por lo menos la estrella, único vestigio del nacimiento de Jesús que ha logrado colarse dentro de la gama de símbolos sensiblones en que hemos convertido la Navidad, nos conduce como a los magos de Oriente hasta el portal de Belén. O la sencillez de los pastores; eso ya sería a la leche. Que ya sólo nos falta cantar villancicos sobre el solsticio de invierno, joder.