jueves, 28 de mayo de 2009

Ira y fuego

Quedo a cenar a las 21 horas. Quiero confesarme y pienso: voy a salir un poco antes para estar a las 20.45 en la iglesia más cercana.

Sigo con germánica puntualidad el plan preconcebido: a las 20.44 cedo el paso a una mujer para que entre primero en el templo y para mi desgracia se va al confesionario, en el que no había cola. Comienza entonces el espectáculo. Bueno, soy el siguiente, pienso. Pasan los cinco minutos de cortesía. Me asomo por el lado del cura y veo que está enfrascado en la agitación de manos propia de la exhortación previa a la imposición de la penitencia y el Ego te absolvo. Me tranquilizo y, en ese mismo instante, se oye la voz un poco elevada de la mujer que está al otro lado del "cajetín". Me cago en la leche. Vuelta a empezar.

Con el rabillo del ojo, cosas de la vida, veo al sacerdote tratando de hacerse entender. Pero contra una cabeza femenina aferrada a una idea poco cabe hacer. Continúa la discusión. Miro mi reloj de pulsera y siento un pinchazo en el estómago: son las 21.10. Algo empieza a arder en mi interior, y no se trata del fuego del Espíritu Santo. Ya no puedo vencer la tentación, y miro continuamente al sacerdote cuando para mi sorpresa veo que la mujer sale del confesionario sin la absolución: ¡no ha ido a confesarse, sino a contarle su vida al cura!

Entro: -Ave María Purísima.- Sin pecado concebida.-Padre, me acuso de un pecado de ira...

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