Cada cierto tiempo llega el día en que, por virtud o por necesidad, lavamos el coche. Si el asunto nos coge con tiempo y ganas, lo lavamos a mano.
Es un trabajo minucioso, que uno comienza procurando mojarse lo menos posible, y que siempre acaba con el cuerpo -sobre todo los pies- calados. Lo más duro siempre son los cristales: su transparencia muestra más fácilmente la suciedad y, a poco perfeccionistas que seamos, podemos darles unas cinco pasadas... y es que ¡qué rabia da cuando se queda la pelusilla del paño con el que secamos el cristasol!
Completada la limpieza exterior, toca la interior, más meritoria si cabe: uno adopta las posturas más inverosímiles con tal de llegar a ese maldito rincón escondido e inalcanzable en el que se ha acumulado toda la suciedad. Pero el lavado interior siempre tiene su pequeña recompensa: es el momento en que uno se reencuentra con todas esas moneditas que se le han ido cayendo desde la última limpieza.
Lo mejor de lavar el coche viene, evidentemente, cuanto has acabado y te recreas en la limpieza de tu bólido. ¿Lo peor? Un clásico: sacarlo del garaje y que empiece a llover...
Completada la limpieza exterior, toca la interior, más meritoria si cabe: uno adopta las posturas más inverosímiles con tal de llegar a ese maldito rincón escondido e inalcanzable en el que se ha acumulado toda la suciedad. Pero el lavado interior siempre tiene su pequeña recompensa: es el momento en que uno se reencuentra con todas esas moneditas que se le han ido cayendo desde la última limpieza.
Lo mejor de lavar el coche viene, evidentemente, cuanto has acabado y te recreas en la limpieza de tu bólido. ¿Lo peor? Un clásico: sacarlo del garaje y que empiece a llover...
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