Hace un tiempo hablábamos de la ilusión que supone recibir una carta. Ahora toca ver el asunto desde el otro lado: enviarla.
Me atrevería a decir que enviar una carta es una de las tareas más difíciles que hay en este mundo: yo lo pondría como requisito obligatorio para ser, por ejemplo, Presidente de los Estados Unidos. Porque el que en algún momento ha enviado una carta ha tenido que superar una serie de dificultades que, aunque absurdas y pequeñas -y quizá precisamente por eso-, no son nunca fáciles.
Antes de empezar, conste que hablo de una carta enviada por pura amistad, porque si hay interés económico en enviarla, bien sabemos que perdemos el trasero por enviarla (basta ver a los bancos o a las compañías eléctricas, que abarrotan nuestros buzones).
Lo primero de todo es escribirla: al que lo haya hecho le damos el aprobado. Pero, como bien sabemos, comenzar es fácil, y lo importante es acabar bien las cosas. Las dificultades serias comienzan cuando hemos doblado la carta y advertimos que no tenemos sobre. Buscamos por toda la casa y... nada. El que en este momento se va a la papelería más cercana y compra uno ya ha obtenido el notable alto. Pero lo más humano suele ser dejar pasar unos días, en los que no olvidamos la compra que tenemos pendiente, pero misteriosamente no la hacemos. Hasta que la hacemos: un notable bajo.
Pero he aquí que ahora viene el dichoso sello: mira que vamos todos los días al estanco a comprar tabaco y, sin embargo, quizá por rutina, sólo nos acordamos del sello cuando salimos de la tabacalera. Entonces pensamos: mañana lo compro. Ni que decir tiene que el sobresaliente está automáticamente concedido al que compra el sello el mismo día que el sobre. El que se retrasa obtiene el notable alto si finalmente adquiere la estampilla en un tiempo inferior a diez días.
Y, por fin, la matrícula de honor para el que nada más salir del estanco va en busca del primer buzón y echa la carta. Para el que ha actuado con poca diligencia, toca hacer un trabajillo extra para alcanzar el sobresaliente: reescribir la carta que, un mes después, suena como si mañana el periódico nos anunciara la muerte de Franco; vamos, que se ha quedado un poco anticuada.
En cualquier caso, qué duda cabe que lograr el objetivo de enviar una carta merece siempre el sobresaliente y, sobre todo, la pena por la alegría que le damos al que la recibe.
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