Subir el Micalet, echar unas migas a las palomas de la plaza de la Virgen, tomar una horchata en Daniel o en Santa Catalina, ir un jueves a ver las disputas de acequias en el Tribunal de las Aguas, pasear por el puerto, tomar una paella en la Pepica, comprar una cerámica en la Plaza Redonda, correr por el antiguo cauce del río, desayunar un chocolate con churros en el Valor de la Plaza de la Reina, tumbarse en el césped del parque de Cabecera, ensordecer en la mascletá del Ayuntamiento, echar una o varias noches en Bierwinkel, ir -cuando estés harto de todo- a la terraza del Parador de El Saler o del hotel Las Arenas y pedir un gin tonic de quince euros o un café de cinco (o ambos), comprar unas castañas en Colón después de ir de compras, tirar petardos sin que los vecinos piensen que se trata de bombas o parar el coche para coger unas naranjas de un huerto y tomártelas por el camino. Todo esto es sólo un poco de lo que para mí es Valencia. Mi Valencia.
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