Los guardias civiles son, por lo general, gente muy respetable que ha entregado su vida por España. Sin embargo, todavía quedan algunos por ahí que, nostálgicos quizá del poder que ostentó el ejército en épocas pretéritas o añorantes tal vez de los tiempos en los que iban a la guerra y no a vigilar puestos, tratan de canalizar su fervor guerrero a través de su trato con la sociedad civil.
Es el caso de los que, endiosados por vestir un uniforme, tratan con complejo de superioridad a cuantos ciudadanos se cruzan por sus controles de velocidad, de alcoholemia o de acceso a cualquier lugar. Es el caso de los que utilizan la letra de la ley como arma arrojadiza y luego se la pasan por el forro cuando les conviene. Es el caso de los que se fuman un puro con tu presunción de inocencia. Es el caso de los que, sin haber leído El proceso de Kafka (en realidad, sin haber leído nada) siembran entre los indefensos y desarmados ciudadanos de a pie el desconcierto que sufre su protagonista Josef K. Es el caso de los que se creen seres omnipotentes por el hecho de poder poner una multa o llevarte una noche al calabozo, cuando en realidad no son más que arrogantes y ridículos sheriffs de pueblo.
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