El clásico al que quiero referirme hoy es una experiencia universal, sobre todo para aquellos que estamos acostumbrados a la vida urbana y a las aceras del barrio de Chamberí (vamos, para los que somos de piso).
El caso es que el otro día rememoré con Calleja lo que siente uno cuando va al campo. La noche anterior le robas tiempo al sueño preparando la ropa al detalle; te enfadas porque, justo cuando hace falta, no aparece la dichosa cantimplora; te acuestas tarde y pasas una hora despierto en la cama sin poder reprimir -todo esfuerzo es inútil- esa ilusión que provoca hacer un plan extraordinario... en definitiva, vuelves a ser un niño.
Te despiertas. Desazón y, en seguida, una agradable punzada en el corazón: te has acordado de que hoy vas a hacer un plan distinto, de que vas a ir al campo. Te levantas de golpe. De camino a la ducha te cruzas por el pasillo con un desvelado hermano que viene de hacer pis y vuelve a la cama:
-¿Qué haces despierto a estas horas?
-Me voy al campo, ¿y tú?
-Eh...
-Bueno, tengo prisa, que descanses.
Ducha rápida de agua bien caliente. Te vistes y te aprietas bien las botas a las que quitaste anoche el barro de la excursión de hace tres meses. Te sientes con tanta energía que apartas el café y te tomas un colacao con galletas y un par de tostadas cargadas de mantequilla y mermelada. Hay que salir. Sales. Aire fresco en la cara. Todavía no ha amanecido más que en las sacristías, donde los curas preparan devotamente la Misa que celebrarán dentro de una hora. Tú lo tenías previsto y fuiste ayer tarde.
Llegas por fin al punto de encuentro con tus amigos. Tomáis, ahora sí, un café, mientras esperáis a los impuntuales de siempre. Ya estamos todos. Primeros rayos de luz: va a hacer un día perfecto.
Empieza la excursión. En estas excursiones hay dos posibles planteamientos o, lo que es lo mismo, dos clases de personas: las que se han marcado un objetivo y nada les impedirá lograrlo, y las que se han marcado un objetivo y están dispuestas a dejarse llevar por los encantos del camino. Yo pertenezco al segundo grupo. Me explico: cuando vas andando por el campo o por el monte, muchas veces llegas a mitad de camino a un lugar apacible, y sientes aquello que sintió San Pedro -por algo seremos tocayos- al decir "¡qué bien se está aquí, hagamos tres tiendas!". Y yo, quizá tú también, estaría dispuesto a alterar los planes de la excursión, a quedarme allí todo el día, a pesar de no cumplir el objetivo preestablecido de llegar a tal punto o tal cima. Sin embargo, el líder de la expedición es quien manda, y siempre decide que hay que seguir. ¡Aguafiestas, amargado!, piensa uno. Y continúa la excursión.
A partir de aquí es necesario distinguir dos tipos de excursiones: las de hacer noche en el campo y las de volver a casa para cenar. Empezando por estas últimas, está claro que nunca llegas a cenar; siempre pasa algo, y muchas veces es una avería en el coche a la vuelta. Lo que pasa cuando por fin llegas a casa es lo mismo que cuando decides hacer noche y vuelves al día siguiente, sólo que en este último caso el efecto se multiplica porque has dormido mal. Y lo que pasa es lo que sigue.
Llegas a casa entumecido, con frío en el mal cuerpo, hambre, sueño, dolor de tripa, ganas de miccionar, suciedad, y sobre todo, mucha sensación de suciedad (que no es lo mismo que suciedad)... en definitiva, vuelves a ser un adulto. Entonces es cuando te viene a la cabeza el cuarto de baño: en él puedes solucionar todos tus problemas en 45 minutos. Sólo necesito intimidad y agua caliente, piensas, mientras entras por la puerta de casa y vas al baño dando tumbos dispuesto a pasar la ITV higiénica, que no es otra cosa que sacar partido a todas las funciones del wc y salir del mismo totalmente nuevo. Mañana es lunes: entras a las 8, el coche está en reserva, en el tiempo han dicho que lloverá y además en la empresa están haciendo un ERE... Felix homo ruris!
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