jueves, 10 de octubre de 2019

Saludar al segurata

Juanito me ha sugerido que escriba sobre el clásico de saludar al segurata. Debo confesar que me ha cogido un poco a contrapié la propuesta, más que nada porque estábamos de cañas hablando de otros temas. Pero como es mi Juanito (sin mariconadas, que hoy en día hay que aclararlo todo), accedo a su deseo.

Y es que es curioso cómo el agente de seguridad privada, que en ocasiones carece de arma, pero nunca de porra al cinto ni de uniforme probablemente marrón, y al que el pueblo llano y el menos llano denomina amistosamente segurata, discurre por nuestras vidas sin pena ni gloria, pero garantizando nuestra seguridad, como salamandra en las paredes de una cálida terraza veraniega.

Porque siempre que pasamos junto a ellos (los seguratas) sin pensar ni lo más mínimo en el inestimable servicio que nos prestan (expuesto en el párrafo anterior) les dedicamos desde el coche un leve e inconsciente gesto de agradecimiento -véase un rapidísimo y breve ademán de elevación de la mano en vago gesto de salutación o un "buenaaas" verbalizado de forma similar al gemido de una vaca o como quien dice "vengaaa (elipsis: por favor, ni me pares ni me hables)" sin la menor intención de establecer contacto alguno, sea visual o emocional, porque del físico ni hablar.

Satisfecho por la injustificada aportación de este pequeño compendio sobre el particular, procedo a recogerme en mis humildes aposentos.

miércoles, 5 de junio de 2019

Londres 2003


Quién volviera a tumbarse despatarrado y bocarriba en el césped de Wandswoth Common, bajo la fina lluvia del agosto londinense, tras un intenso partido de fútbol en una de sus extensas planicies. A jugar calentito al ajedrez en el pequeño salón de moqueta de Kelston cuando esa lluvia no fuera tan fina. A pasear por los idílicos colleges de Oxford y a hacer guerra de barcas en su río, hasta hundir en el fondo de sus aguas el palo de metal que hace las veces de remo de la nave rival. A visitar de noche por sorpresa el barrio chino, guiados por Jack. A provocar que Jack vuelva a fumar. A hacerse las fotos turísticas en el paso de cebra de los Beatles y en el andén nueve y tres cuartos. A fotografiarse con el blanco flaco y alto y el gordo negro y bajo. A encontrarse a gente conocida en el verde acantilado de una playa perdida a las afueras. A jugar al golf con Zaldi y con Chema. A disfrazarse de Blue Brother con Álex y Manolo, y dejar atónitos a los ingleses. A escuchar la voz escocesa de Ft. Robert. A tomar cerveza del tiempo. A comprar en Picadilly Circus dos pantalones cortos de Umbro que todavía duran. A gastar los últimos ahorros en un carísimo tabaco. A cruzarse en la misma manzana de Oxford Street con un cura, un rabino, un musulmán, un yupi y un macarra. A marearse con los carteles de Victoria Station. A fastidiar el momento sorpresa de la tarta de cumpleaños por falta de dominio del idioma. A velar el carrete que contiene las fotos de todos estos momentos. Porque nunca los olvidaré.

miércoles, 29 de mayo de 2019

El poder del betún

Ningún olor nos devuelve tanto a la infancia como el del betún. Pocas son las noches en las que lo aplicamos cuidadosamente a nuestros zapatos, pues por desgracia solemos tener cosas más interesantes que hacer.
 
Habitualmente nos conformamos con dar a nuestros zapatos un repaso rápido con las plantas de los pies una vez enfundados los calcetines. Técnica que requiere una mezcla de fuerza pedestre y equilibrio, y que en más de una ocasión ha terminado en una ridícula, con suerte solitaria, caída al suelo.

Otras veces empleamos para este menester una esponjilla abrillantadora que algún día nos llevamos cutremente del kit de aseo de un hotel.
 
Sin embargo, no hay nada como el betún. Ese aroma intenso, parecido en su peligroso efecto de atracción al del pegamento o la gasolina, evoca en la mente el niño de colegio que un día fuimos, con sus bermudas grises y los calcetines hasta debajo de las rodillas.