Tres Jueves hay en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión. Ayer fue uno, el Corpus, aunque en España la Iglesia lo celebra en casi todos los lugares el domingo siguiente. El caso es que me he acordado de las procesiones del Corpus, clásico entre los clásicos. La última en la que estuve fue la del año pasado en Valencia.
En las procesiones del Corpus sale lo mejor de España a las calles y los balcones. Las abuelas sacan orgullosas los reposteros pacientemente elaborados por sus abuelas cuando ellas eran aún unas niñas. Esos reposteros de fondo granate con una custodia bordada que tuvieron que esconder en la Guerra para no ser quemados.
Las calles más concurridas se cubren de flores y las aceras se llenan de sillas: siempre hay quienes llegan echan la mañana en una de ellas con el bocata o el tapergüer para que no les quiten el sitio.
Mientras se espera la llegada del Santísimo surgen los clásicos temas "ad hoc": que si el año que hice la primera comunión mi madre me trajo vestida de blanco, que si me parece que han cambiado este año el recorrido (a pesar de que casi nunca cambia) o, cómo no, que si qué custodia es la más grande del mundo (la de Toledo suele llevarse la palma, aunque luego siempre surgen nuevas más grandes, como con los que tienen un primo que ha sido campeón de España de pádel: o es primo de todos o todos menos uno se marcan el farol).
Y llega el Santísimo, custodiado por una urna de oro y brillantes y por toda una comitiva que representa a todos los poderes: obispos, militares, políticos y jueces ahí están, haciendo la corte al Rey de reyes... unos con menos conciencia de ello que otros. Y el pueblo llano, a los lados, dobla la rodilla al paso de Jesús Sacramentado, brillando en su escaparate de fino cristal más que el sol. Mientras haya procesión del Corpus, hay España para rato.
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