Se refería en su último artículo Ignacio Sánchez Cámara a un catolicismo débil que adopta «una cobarde estrategia de repliegue». Con su habitual comedimiento, quizá mi dilecto Sánchez Cámara se quedó corto. Podría decirse, sin temor a incurrir en la hipérbole, que la enseñanza evangélica más profusamente aplicada por los católicos empieza a ser aquella que aconseja exponer la otra mejilla a la bofetada del agresor. Sólo que, mientras Jesucristo vindicaba este comportamiento como negación de la capacidad dialéctica de la violencia, el católico contemporáneo lo interpreta torcidamente y lo acata como un designio de capitulación constante, aun en los asuntos que más atañen a sus convicciones, por las que Jesucristo –no lo olvidemos– entregó la vida. Se ha entronizado –no sólo entre los detractores de la religión católica, también entre quienes la profesan– ese sofisma según el cual la fe es un asunto privado, cuando lo cierto es que la fe, la única fe posible, es intrínsecamente apostólica, codiciosa de expresarse en público. Una fe privada es una fe muerta, o más bien nonata.
Diariamente comprobamos cómo políticos presuntamente católicos siguen el magisterio de San Pedro en la noche aciaga, negando su fe no tres, sino trescientas veces si hace falta. Causa sonrojo escuchar sus declaraciones sinuosas, elusivas, vergonzantes, cuando se les inquiere sobre sus certezas religiosas; y causa cierta náusea asistir a la declinación –y aun al pisoteo– de esas certezas si la conveniencia así lo exige, cada vez que sus «asesores de imagen» les insinúan que un pronunciamiento en contra del aborto o del (si el oxímoron es tolerable) matrimonio homosexual puede mermar sus posibilidades electoreras. Pero pecaríamos de ingenuidad si pensásemos que los políticos actúan de modo tan pusilánime y taimado por pura comodidad; si antes no hubiesen percibido entre el electorado católico una actitud acoquinada, achantada, dispuesta a comulgar con ruedas de molino, quizá no fueran tan osados en sus estrategias de tibieza. José Antonio Zarzalejos describía ayer muy vívidamente la dolencia catatónica que afecta al católico contemporáneo: «Desprovistos de capacidad dialéctica, demasiados se refugian en la incomprensión hacia el signo de los tiempos y se resignan a aceptar los veredictos supuestamente mayoritarios...». Resignación, estolidez, indolencia... El católico contemporáneo vive su fe y los retos que ésta le plantea acomplejado y al borde del desistimiento. Como las gallinas que esconden la cabeza debajo del ala, deja pasar todos los cálices amargos que desfilan por la mesa, por temor a contrariar a los otros comensales; así, hasta que se le excluye del banquete.
Este absentismo cobarde quizá ya no admita rectificación, al menos en ciertos territorios de la vida pública. Ocurre así, por ejemplo, en el ámbito intelectual y cultural, donde la profesión de fe católica se ha convertido en rasgo irrisorio y pintoresco, todo lo contrario que su execración y vilipendio, que reporta aureolas de mártir de no sé qué añeja modernidad. Explicar este desprestigio del catolicismo en círculos culturales apelando a las monsergas victimistas de siempre quizá consuele a los católicos moribundos; pero su razón no es otra que la que al principio anticipábamos. Al replegar el católico su fe en una esfera privada y cada vez más angosta, al dimitir de su faceta pública y ofrecer la otra mejilla a las bofetadas del escarnio y el resentimiento bufo, ha propiciado su destierro en los márgenes de la sociedad. Llegados a este punto de agostamiento gallináceo, es el momento de refundar nuestra fe sobre cimientos menos medrosos y claudicantes.
Si has logrado leerlo entero, mereces saber que el pasado 15 de abril este gran escritor publicó un recopilatorio de sus artículos en el libro "La nueva tiranía. El sentido común frente al Mátrix progre", y que el día 23 de abril estará en la Librería Neblí (Serrano 80) entre las 12 y las 14 horas y en la librería de El Corte Inglés de Goya entre las 16.30 y las 18 horas para firmar ejemplares de su obra. Felicidades, don Juan Manuel.
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