Hace algún tiempo oí a un buen amigo hacer una afirmación que, de primeras, me provocó risa; luego, me dio qué pensar; y ahora la digo yo: los abuelos de ahora son todos santos.
Claro está que siempre hay excepciones, pero en general creo que esta afirmación es bastante cierta. Ellos han vivido la crudeza de la guerra, han pasado el hambre de la posguerra, han tenido la oportunidad de vivir tiempos en los que podían responder con la vida por defender sus ideales, han trabajado desde pequeños, se han casado jóvenes y jóvenes han tenido hijos que les han robado infinitas horas de sueño con sus lloros primero y con sus rebeldías después. Ellos han vivido las dictaduras y sus caídas, han sufrido el mayo francés de sus hijos y el posterior aburguesamiento (o ahilipollamiento, que diría una buena abuela andaluza) de sus nietos.
Una cosa está clara: nuestros abuelos son más recios, más austeros, más generosos, más trabajadores, más valientes, más felices y, sobre todo, más jóvenes que nosotros. Sólo tienen una preocupación: ¿qué les está pasando a los jóvenes de hoy en día, tan blanditos, tan burgueses, tan egoístas, tan vagos, tan cobardes, tan desgraciados y, sobre todo, tan viejos?
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