lunes, 6 de abril de 2009

Jurar Bandera (III)

No quiero terminar la serie de artículos acerca de la Jura de Bandera a la que tuve ocasión de asistir el 3 de abril sin mentar a un personaje que hizo todo lo posible por amenizarnos la jornada: el soldado Sánchez.

Pocos minutos antes de que acabara el acto, intentábamos salir del edificio por la escalera interior de la Academia cuando, al pie de ésta, apareció ante nosotros un soldado de 165 centímetros de altura (o el mínimo exigido para ingresar en el Ejército), delgaducho, con una cara como comprimida por dos paredes en dirección a la nariz, y un aspecto muy serio. Lleno de satisfacción por el poder que le habían otorgado para impedir la salida del edificio antes de que la tomaran los militares, nos espetó con un grosero: ¡De aquí no sale ni Dios!

A Dios le va usted a ordenar nada, pensaba yo enfadado, mientras a Jaime se le escapaba una carcajada bajo la mirada de "Cállate" de Ruma y la habitual empanada de Manu. Cuando nos alejamos de Sánchez, llegamos a la conclusión de que el tema era para reírse. Pero aquí no se acaba la historia.

Vigilaba Sánchez su escalera cuando, acabado el acto, ya no éramos cuatro sino cuatrocientos los que esperábamos para salir. Ya no se le veía tan seguro de sí mismo, ya no era tan dueño de la situación. Nervioso, buscaba por entre la multitud algún uniforme amigo que le hiciera llegar la orden de arriba de que ya se podía salir. Ciertamente, se le vio aliviado a nuestro Sánchez cuando esta orden llegó. Aquí tampoco acaba nuestra historia.

Terminado el desfile, ahí estaba de nuevo ante nosotros nuestro militar favorito. Pero pronto se marchó. Todo lo que pudimos oír fue cómo su superior le ordenaba que acudiera de inmediato a un lugar junto con una compañera de similares características a las de nuestro amigo. Sánchez, haciéndose uno de inmediato con su nueva misión, emprendió la marcha a la carrera. Le habrán encargado algo urgente e importante, pensé. Pero no: la historia continúa.

Llegamos a paso tranquilo a otro patio, en el que habían preparado una gigantesca paella valenciana para los invitados. ¿ Y a qué no adivinan quién estaba vigilando la zona por la que accedíamos nosotros? No hace falta decirlo. De nuevo, Sánchez estaba inquieto... y esta vez sí que le pudo la presión. Atosigado por la multitud hambrienta, Sánchez abrió la veda. Unos segundos después, se oían los gritos furiosos de un capitán o militar de rango superior al de nuestro amigo: ¡¡¡Sááánchez!!! ¿Qué coño hace? ¡Todavía no se puede pasar! Atemorizado, Sánchez no sabía dónde meterse; seguramente esa noche nuestro amigo la pasó en el calabozo. No te preocupes, Sánchez: ya llegarán las medallas.

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