Existen varios tipos de siesta. Vayamos, pues, por orden cronológico, desde que nos despertanos por la mañana hasta que nos dormimos por la noche.
Forzando un poco, podríamos considerar como siesta esos primeros momentos que le robamos al día nada más sonar el despertador, cuando retozamos en la cama y nos abrazamos a ella como si en aquello nos fuera la vida. Pueden ser unos minutos nada más pero, si nos dejamos llevar, corremos el peligro de despertar sobresaltados dos horas más tarde, llegando tarde a todos sitios.
Hay quienes dicen que siempre se duermen en la primera hora de clase: en honor a ellos, citaremos este tipo de siesta, pero sin detenernos demasiado, pues yo no tengo la dicha de experimentarla.
Poco antes de comer viene la siesta del cordero. Es lógica, lícita y maravillosa. Caemos en ella por puro decaimiento físico: hemos estado trabajando varias horas, no hemos tomado la media mañana, el cuerpo no resiste y se queja durmiendo.
Después de comer viene la famosa spanish siesta: tras la comida la vista se queda borrosa, la tripa pesa, el televisor suena con una de indios y vaqueros, y lo demás viene solo. Dentro de este tipo de siesta hay hasta tres subtipos, según el tiempo de duración: la microsiesta (de dos segundos de reloj de esos que parecen una eternidad), la standard (30 minutos) y la de pijama y orinal (ha de ser obligatoriamente en la cama y concluye a la hora de la cena con el cuerpo pasado por agua). A los usuarios del segundo y tercer subtipo se les ruega encarecidamente que tomen una buena ducha antes de reanudar su jornada.
Y por último, está la siesta más peligrosa: la de antes de cenar. Sus características son similares a las de la siesta del cordero, pero se distingue de ella por sus dos posibles consecuencias: la feliz (que amanezcas al día siguiente) o la infeliz (que te despiertes para cenar: ya no pegarás ojo hasta bien entrada la madrugada).
Si quieres ser feliz, escoge una de ellas. Si quieres vivir en otro mundo, coge todas.
Forzando un poco, podríamos considerar como siesta esos primeros momentos que le robamos al día nada más sonar el despertador, cuando retozamos en la cama y nos abrazamos a ella como si en aquello nos fuera la vida. Pueden ser unos minutos nada más pero, si nos dejamos llevar, corremos el peligro de despertar sobresaltados dos horas más tarde, llegando tarde a todos sitios.
Hay quienes dicen que siempre se duermen en la primera hora de clase: en honor a ellos, citaremos este tipo de siesta, pero sin detenernos demasiado, pues yo no tengo la dicha de experimentarla.
Poco antes de comer viene la siesta del cordero. Es lógica, lícita y maravillosa. Caemos en ella por puro decaimiento físico: hemos estado trabajando varias horas, no hemos tomado la media mañana, el cuerpo no resiste y se queja durmiendo.
Después de comer viene la famosa spanish siesta: tras la comida la vista se queda borrosa, la tripa pesa, el televisor suena con una de indios y vaqueros, y lo demás viene solo. Dentro de este tipo de siesta hay hasta tres subtipos, según el tiempo de duración: la microsiesta (de dos segundos de reloj de esos que parecen una eternidad), la standard (30 minutos) y la de pijama y orinal (ha de ser obligatoriamente en la cama y concluye a la hora de la cena con el cuerpo pasado por agua). A los usuarios del segundo y tercer subtipo se les ruega encarecidamente que tomen una buena ducha antes de reanudar su jornada.
Y por último, está la siesta más peligrosa: la de antes de cenar. Sus características son similares a las de la siesta del cordero, pero se distingue de ella por sus dos posibles consecuencias: la feliz (que amanezcas al día siguiente) o la infeliz (que te despiertes para cenar: ya no pegarás ojo hasta bien entrada la madrugada).
Si quieres ser feliz, escoge una de ellas. Si quieres vivir en otro mundo, coge todas.
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