sábado, 11 de julio de 2009

La mesa camilla


No es de recibo que pasados ya los 100 artículos del blog todavía no haya hablado de la mesa camilla. Pido disculpas y doy las gracias a la madre de una amiga que me ha hecho acordarme de este clásico de los clásicos. Pasamos a hacer algunas reflexiones sueltas sobre ella, sin intención de abarcar aquí todas sus cualidades.

Redonda mejor que rectangular, la mesa camilla es de esos muebles que no se compran sino que se heredan. Es más frecuente verla en las casas de campo que en los pisos de la ciudad, aunque en cualquier hogar viene bien.

Si se me permite la comparación, la mesa camilla es como el Cristo de Medinacelli o la Virgen de los Desamparados: encanta y, sin embargo, si le quitas el vestido, descubres que tras ella no se esconden más que amasijos cutres cuyo único cometido es sostener el vestido. Por eso, conviene saber cómo es una mesa camilla por dentro, pero no demasiado para no perder la ilusión: al santo hay que verlo con su vestido de gala o pierdes la devoción. Hasta aquí, con vuestra licencia, la arriesgada comparación.

Ninguna mesa como la camilla para jugar al mus. Para una comida no hay quien la iguale: todos los comensales se ven las caras y todos tienen cerca toda la comida. Por servir, la mesa camilla sirve hasta como insulto (aunque siempre sin superar a su sinónimo solovidrio). Pero lo mejor, sin duda alguna, de la mesa camilla es taparse las piernas en invierno con el mantel y sentir el calorcito del brasero escondido... es casi como volver a ser un niño en brazos de su madre. ¡Qué invento es la mesa camilla! Habría que premiar al que se le ocurrió.

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