Decía un hombre de setenta años, jubilado del feroz mundo de los negocios, a su discípulo de cincuenta -un niño para él-, cogiéndole del codo con ademán de iniciar un largo paseo:
Mira, hijo, cuando yo tenía tu edad, no había quien me frenara. El mundo era mío. Ahora yo ya no tengo fuerzas para ésto. Supongo que es ley de vida: hay que dejar paso a las generaciones futuras. Pero déjame que te aconseje algo...
Todo un clásico, sin lugar a dudas, que me sugirió mi amigo Francisco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario