El 13 de mayo de hace noventa y dos años una mujer bajó del Cielo a unas colinas conocidas como Cova da Iria. Lucía tenía entonces diez años, Francisco cumplía nueve en junio y Jacinta acababa de cumplir siete en marzo. Tres niños inocentes que iban, como cada día, a pasear a las ovejas de su rebaño. Y a esas tres pequeñas criaturas decidió aparecerse la Reina del Universo. Un mensaje -penitencia- y una oración -el Rosario- para un doble objetivo: la paz en la Tierra y la salvación de los pecadores.
Desde entonces, hemos sido cientos de miles los que hemos peregrinado a ese perdido pueblecito portugués llamado Fátima. Allí todo es cutre. Las tiendas lucen escaparates atiborrados de esperpénticas imitaciones de la Virgen de Fátima, que guiñan los ojos cuando pasas junto a ellas y lucen por la noche. En los hoteles sólo saben servir mais sopa, y el único lugar civilizado en varios kilómetros a la redonda es un pueblecito llamado Batalla, en honor a la victoria de las tropas portuguesas sobre... España.
Y, sin embargo, ¡qué bien se está en la Capelinha! Qué rápido se pasa en ella el tiempo... Cuando uno ha experimentado el milagro de este oasis de lo sublime en medio de lo más tosco de este mundo, adquiere la certeza de que la Senhora de Fátima no es un caprichoso invento de aquellos tres niños (hoy dos de ellos elevados a los altares); adquiere la certeza de que la Virgen todavía no se ha marchado de allí.
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